jueves, 29 de mayo de 2008

El ciego de nacimiento

Marcos 10, 46-52. Tiempo Ordinario. ¿Qué le pediríamos a Cristo? Pero no cosas pequeñas, sino grandes.

Marcos 10, 46-52 En aquel tiempo, mientras Jesús salía de Jericó acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo y dijo: Llamadle. Llaman al ciego, diciéndole: ¡Animo, levántate! Te llama. Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ¿Qué quieres que te haga? El ciego le dijo: Rabbuní, ¡que vea! Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.

Reflexión

Bartimeo quería algo y lo pidió con todas sus fuerzas, incluso gritando. Jesús no pudo seguir adelante, porque había alguien junto al camino que le necesitaba y que hacía lo posible para ser escuchado. Entonces le llamó, y el ciego, arrojando todo lo que tenía, su manto, se puso en pie y acudió en seguida. Nos encontramos ante una lección perfecta de cómo orar. Primero hay que pedir con insistencia, con fuerza, que Cristo venga a socorrernos. Y hacerlo con la actitud del mendigo ciego: con humildad. A Jesús le llamó “Hijo de David”, es decir, hijo del más grande rey de Israel. Y de sí mismo dijo que era alguien de quien debía compadecerse. Así es el encuentro de la criatura con Dios. Entonces, cuando Dios encuentra un alma bien dispuesta, se rinde, le llama y le hace la gran pregunta: ¿Qué quieres que te haga? Hoy podemos preguntarnos: ¿qué quiero que Dios me haga? ¿Cuál es el gran deseo que arde en mi corazón? Pidamos, pero no cosas pequeñas, sino grandes. Pidamos aumentar nuestra fe hasta límites insospechados, pidamos ser grandes apóstoles, pidamos ser santos. El ciego supo pedir lo que necesitaba. Y para acudir a ese encuentro salvador no le importó dejar su manto, su miserable manto, porque así, desprendido de todo, alcanzaría la gracia que más anhelaba en su corazón.

Autor: P. Luis Gralla Fuente: Catholic.netEl ciego de nacimiento

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